Sacralidad Póstuma
Por Rocío Álvarez González
“Los muertos reciben más flores que los vivos, porque el remordimiento es mayor que la gratitud”
Anne Frank
Sacralidad póstuma
Los autores de toda índole artística que han recibido únicamente reconocimiento tras su muerte han sido injustamente numerosos. Un fenómeno quizás ligado al malditismo de un contenido inaceptablemente crítico para su época, a autores considerados conductualmente luciferinos o achacable simplemente a la mala suerte, el éxito póstumo de ciertas obras literarias ha propiciado a su vez a la envoltura de sus autores en un papel de regalo del color de la mitificación que en varias ocasiones tampoco era directamente proporcional a la calidad de sus obras.
Durante años se ha especulado sobre el fenómeno de esta sacralidad póstuma, sobre cómo se revaloriza la obra cuando su autor no puede vivir para contarlo y es que estas imágenes de la memoria colectiva han gozado de una profecía auto-cumplida. Para que tuviese éxito póstumo, la obra de cualquier calibre tuvo que ser premeditadamente bien preservada, siendo la memoria inexorablemente selectiva, la supervivencia de dicho material es puramente físico. Estos proyectos son normalmente elaborados por amigos cercanos o familiares con el argumento de que son una celebración del legado del artista, sin embargo, el factor económico crea un desequilibrio en la balanza moral.
Sylvia Plath, enterrada previamente en un entorno mayoritariamente masculino se suicidó, convirtiéndose posteriormente en la primera autora en recibir un Premio Nobel de Literatura tras su deceso. El libro póstumo e inacabado de Vladímir Nabókov, El original de Laura, que el escritor ruso ordenó quemar justo antes de morir en 1977, fue un éxito de ventas en Rusia después de que su hijo se negase a cumplir esta última voluntad.
Van Gogh, Stieg Larsson, Nick Drake, Edgar Allan Poe o el premio Pulitzer a “La Conjura de los Necios” de John Kennedy Toole tras asfixiarse con una manguera de gas en su propio coche, son algunos de los casos que pueden resonar.
Aunque para muchos su necrosis física ha supuesto el fin en consecuencia de su obra, para quienes ya tenían un respeto popular casi reverencial, su muerte no ha supuesto el fin del producto de sí mismos en el que se habían convertido sin saberlo. Actualmente las giras de hologramas de artistas fallecidos son un sold out en todos los estadios, la herencia de Michael Jackson obtuvo unos 287 millones de dólares por parte de EMI Music Publishing, y desde su muerte han surgido dos álbumes completos de material inédito, junto con una serie de colaboraciones de artistas que todavía están vivos y con los que Jackson no tuvo opción de colaborar. Por otra parte, a la muerte de Emily Dickinson, su hermana Lavina descubrió 40 volúmenes encuadernados a mano de casi 1.800 de sus poemas y los publicó. Franz Kafka, ahora considerado como el escritor existencialista más influyente del siglo XX junto con Pessoa, murió sin conocer éxito alguno. Antes de su muerte, Kafka había ordenado a su amigo Max Brod que quemara todo su trabajo. Brod publicó todo.
Mientras cualquier proceso de creación artístico es para su autor un meticuloso ritual litúrgico suele ser la pretenciosidad la que causa la herejía. No hay un axioma métrico para el éxito o la fatalidad de una obra ni un algesímetro con el cual medir el esfuerzo o la calidad. Si bien algunos de nuestros referentes culturales han obtenido esta acepción por culpa del oportunismo o generosidad de su círculo más íntimo, el único hecho indefectiblemente es que fueron ellos sus primeros entusiastas. Con enfoque conformista o sin él, podemos pensar que no se equivocaba Leopoldo María Panero al escribir:
“yo que todo lo prostituí, aún puedo
prostituir mi muerte y hacer
de mi cadáver el último poema”