1º Manuel Pérez Martín (España)
Obra: “Algo queda”
2º Cris Rivero Merino (España)
Obra: “Anillos de caramelo”
3º Aurelio Trujillo Cabezas (España)
Obra: “Palabras de agua”
Algo queda del ruido nocturno
de los grillos, aunque cada vez
son menos;
del estoico vuelo de los gorriones,
que también son cada vez menos;
de las palabras pronunciadas
muy lentamente mientras
pellizcamos las migas del mantel
en la sobremesa.
Algo queda del viento que levantaba
nuestras manos cuando de niños
jugábamos a volar,
de la lluvia que nos sorprendió
paseando a la orilla de la adolescencia.
Y ese poco que queda se queda
muy abajo, en el fondo de los días,
sustrato agridulce que a veces
mancha y a veces duele y en
el que sumergimos los pies
para fingir que crecemos.
El amor tiene que doler.
Los que se pelean, se desean.
Hoy le he tirado de las trenzas a una niña
y la maestra ha dicho que eso es que me gusta.
Así que llego a casa,
con mis siete años en la mochila,
y cuento a mis padres que ahora tengo novia.
Hoy en el recreo el niño nuevo me ha tirado del pelo
y al llegar a casa lloro en la comida porque me han hecho daño.
Y cuando se lo digo a mis padres,
papá sonríe, y me dice
«eso es que le gustas».
El amor tiene que doler.
Los que se pelean, se desean.
Hoy le he dicho a la niña de trenzas que es mi novia y que vamos a casarnos.
Ha abierto mucho los ojos, ha dicho que no,
y la he empujado al suelo para que vea lo mucho que me gusta.
Hoy me ha tirado al suelo,
pero mis amigas dicen que le gusto mucho,
que le he hecho daño diciendo que no
y que seguro que, a mí, también me gusta.
Así que llego a casa, con mis seis años (y medio) en la mochila,
e informo a mis padres de que mañana me casaré.
Mamá se ríe,
papá dice que a ver cuándo conocen a mi amiguito,
y yo no entiendo por qué el amor duele tanto dentro del estómago.
Estamos en el recreo,
mi novia tiene un moratón en la mejilla, las trenzas deshechas,
y un anillo pegajoso en el dedo.
Acaban de casarnos,
ella no para de llorar
y los maestros están comentando entre risas lo monos que somos.
El amor tiene que doler.
Ahora tengo diecinueve y ya no llevo trenzas,
mi novio me cruza la cara por no querer follar con él, y pienso:
«me lo merezco por estrecha».
Y mis padres lo odian,
mi madre llora cuando ve los moratones en mis piernas
y mi padre se pone a gritar cuando les enseño el anillo y les digo
que he dicho que sí.
Y mis amigas susurran, gritan,
escriben mil mensajes,
«¿no ves que te hace daño?».
Y yo sonrío,
con mi maleta llena de años, con tres dedos rotos
y demasiadas relaciones dolorosas para mi edad,
y respondo: «eso es lo que me dijisteis que era el amor»
Cuánta razón tienes al decirme que toda alegría
tiene un punto de partida, un gesto de sombra
naciendo al viento creciente del atardecer,
nombrando a todo noche, reinventando
el milagro, habitando en su oscilación final,
sobrevenida tierra adentro callada forma
aquietada en intervalos entre el sueño
del ciclo de la piedra líquida.
Cuánta razón tienes al decirme que toda angustia
tiene un punto final de huida hacia adelante,
orbitando alrededor de sí misma,
a la búsqueda del tiempo perdido junto
a la hereditaria obstinación del olvido,
abandonado a la suerte de la memoria.
Por eso, cuando despierto junto a tu voz
en esta atmósfera del cuarto
donde habitan todos los instantes
flotando en su contención,
en el gesto del verbo,
entre el cielo roto y la tierra rota,
lamentando la predestinación de la respuesta
inherente al pensamiento inerte,
suspiro en voz alta como un niño
cuando pasa por delante del cementerio,
y asumo la oscuridad de la hierba,
el dolor del perfume,
el grito en el alma de tus muñecas
que duermen en la copa de árboles desnudos
junto al altar de los sacrificios,
con la noche cierta y el perdón incierto.
Por eso me acerco a ti en los instantes
previos a la intrincada fuga
por el laberinto de estos versos,
aceptando la eternidad de su verbo,
tejiendo su textura transparente,
las vueltas continuas de su espíritu
hacia el centro del vértigo.
Por eso no escondo mis miedos
en barbechos pretéritos,
ni en ningún cielo adverso,
ni en vaticinios de islas desiertas.
Aprendo, eso sí, a caminar contra esos vientos
sibilantes que navegan por el cauce de tu río
como huracanes de lava enfriados
por estas insignificantes palabras de agua